Jueves, 08 Septiembre 2022 10:39

"Se terminó el relato: eso dice la desconfianza de la gente"

Escuchá el comentario editorial de Cristina Pérez.

Se vió casi en vivo y en directo un arma apuntando y gatillando a centímetros del rostro de la vicepresidenta pero el 53,6% de la gente cree que fue un hecho inventado, contra apenas un 30,8% que sí lo considera como un intento de asesinato. 

Y entre los datos que surgen de este informe de la consultora Trespuntozero dirigida por Shila Vylker también se destaca que, dentro del propio electorado oficialista, un 24,4% también cree que el hecho fue inventado. 

En síntesis, la gente no le cree al gobierno ni ante un hecho gravísimo visto a los ojos de todos. 

Hay informes anteriores que arrojan datos aún peores en materia de desconfianza.

Si uno toma encuestas de otros analistas con temas como la causa Vialidad los números de incredulidad se replican con un agravante. Un abrumador 80% de la gente considera que Cristina Kirchner es culpable es decir que incluye a un porcentaje de sus propios votantes. Esto a pesar de la defensa política que ella misma ha realizado con fervor y teatralidad. 

Se terminó el relato, eso dice la desconfianza de la gente. 

Pero analicemos cómo puede haber jugado ante un hecho de gravedad como un atentado la propia comunicación del gobierno posterior al hecho. 

En vez de reclamar el esclarecimiento, el gobierno acusó a opositores, medios y a la justicia por lo que llamó discursos de odio. En el gobierno deben saber bien que la definición de discursos de odio tiene que ver con la eliminación de colectivos por raza, religión, sexo etc y no a los dichos de quienes simplemente critican al poder, porque eso es sólo disenso. 

Les importó menos saber quién y por qué mediante una investigación, es decir, la verdad, que acusar con desmesura a quienes lo cuestionan.

No hubo pedidos de renuncia a pesar de las graves fallas de seguridad que permitieron el ataque. El mensaje público es que internamente no generó la preocupación ni los replanteos que serían esperables en un hecho de este tipo. Es decir, todo siguió como si nada. Es más, al otro día la vicepresidenta volvió a salir a saludar a los militantes casi con la misma cercanía. No se vieron reacciones de seguridad más que el trascendido del uso de un auto blindado. Y el jefe de inteligencia defendió a los custodios.

Como si fuera poco, en un clima enrarecido, el presidente decretó un feriado, para generar una escena de movilización con claro uso político del hecho, cuando debería haber primado la inquietud por cuestiones de seguridad. A cualquiera preocupado ciertamente por una situación no esclarecida le hubiera parecido temerario propiciar una manifestación partidaria de un sector. Y atinaría a la prudencia y a la concordia. 

Claramente nadie que tenga real voluntad de dialogar o reconciliarse le dice antes de sentarse en el café al amigo con el que está distanciado: sos un odiador. 

¿Cuántos argentinos sintieron que el gobierno también les decía odiadores? Si uno tiene en cuenta la intención de voto o la imagen positiva del gobierno, su gestión y sus principales líderes, hablamos de cerca de un 70% de la población que probablemente recibió contra sí las desmesuradas acusaciones mientras siente que sus problemas no son resueltos por las autoridades. Es decir, ya no sólo es un gobierno que se victimiza sino que cuando intenta un discurso pacificador lo hace acusando a los otros de un hecho aberrante. 

A eso se suman expresiones explícitas como las del gobernador de la provincia de Buenos Aires Axel Kicillof que directamente vinculó el atentado a la vicepresidenta con la causa Vialidad en la que se la investiga por corrupción. De nuevo, le importó menos quien realmente disparó el gatillo, que instrumentalizar un hecho gravísimo para acusar a los fiscales. Esto ya motivó un duro documento de fiscales de todo el país que denunciaron “injerencia indebida del poder político” y exigieron respeto a las instituciones. Es casi obvio que cualquier afirmación de las máximas autoridades señalando por un atentado a determinado sector, aunque eso no sea lo que prueba la justicia, pueden promover lamentablemente más violencia y definitivamente no aportan al clima de concertación que debería haber sobrevenido. 

Ni hablar de las iniciativas para una ley contra el odio, que enmascara intentos de censura y criminalización de la oposición política. Curiosamente las leyes contra el odio sólo se encuentran en regímenes autocráticos, como Venezuela, donde tiene ua función intimidante de las libertades de expresión y políticas. 

Hace sólo un par de días la portavoz del gobierno desmintió que estuviera tratándose una iniciativa de estas características y a las pocas horas se conocía todo lo contrario, apareciendo varios ávidos auspiciantes del proyecto.

El gobierno dice una cosa a la mañana y otra a la tarde. Ni siquiera esperan a la noche. No es difícil entender por qué les falta credibilidad.

Todo este despliegue retórico ha derivado ya en que la oposición se niegue a participar de una sesión en el Senado para repudiar el ataque, cuando apenas ocurrido el hecho habían sido unánimes los repudios y condenas, cosa que también se plasmó en la cámara de diputados. El ecosistema los previene de más emboscadas que abrazos. 

En este mismo contexto de desconfianza, no tienen mejor idea, que llevar la bajada de línea a las escuelas, que han sido lamentablemente escenario permanente de episodios de adoctrinamiento. 

Si ocurre un hecho de gravedad, como lo es un atentado contra una de las máximas autoridades del país, pero es el propio gobierno el que no reacciona en consecuencia, sino convirtiendo en una saga de oportunismo político y embestida a sus opositores todo lo que pasa después, es en definitiva el que más aporta a la desconfianza. 

Algunos analistas consideran que la radicalización del relato también tiene como fin tender un telón de cobertura al ajuste en la economía o acallar problemas como la inflación que arremeterá este mes con nuevos registros para la preocupación y enfila al 100% anual. Pero no estaba en ninguna bitácora que ese cambio estratégico de la conversación pública entrara en la retórica inflamada, ni más ni menos que de un atentado.

Por lo extremo de la circunstancia, es sintomático que el relato y la comunicación política del gobierno no hayan logrado empatía sino más dudas. 

Ayer el ministro de seguridad Sergio Berni se motraba perplejo por el descreimiento del hecho en la sociedad. Y sí. No es para menos. 

A un populismo sin plata, entre los pocos recursos que le quedan, está la retórica inflamada o cierta radicalización. A menos plata, más relato sería la fórmula. Pero al parecer, eso también ha ido demasiado lejos. Como mostraba ya el índice de confianza de la Universidad Di Tella, apenas sobrepasaba el 20% antes del ataque a Cristina Fernandez. 

Todo indica que la apelación al discurso del odio, y las acusaciones a quienes lo critican, sólo han malversado otra oportunidad de real encuentro o camino al dialogo. O peor, eso nunca estuvo en el espíritu del gobierno, que sólo propicia lo mismo de siempre: la construcción del enemigo. Y ya se sabe que en las democracias hay adversarios y no enemigos. Entonces todo termina trastocándose en una rancia atmósfera de intolerancia. 

Los publicistas suelen decir que la percepción es la realidad. El clima de época también propicia esas subjetividades. La gente cree lo que quiere creer. Por eso es necesario apegarse más que nunca a pruebas y argumentos sólidos. Y es crucial que eso ocurra a nivel gobierno. Que la política sea explicar, no sarasear. 

Uno de los grandes desafíos de la democracia, aquí y en el mundo, es reconstituir la confianza. 

Debería ser una alarma para las autoridades lo que evidencia la respuesta social de incredulidad en estos tiempos de crisis. En los hechos, hoy la mayoría no le cree al gobierno. El relato se les ha vuelto en contra. Como un boomerang.