Es, sin dudas, uno de los cantantes de tango más queridos y recordados de nuestra historia. Quien llevó el tango al mundo y cautivó a varias generaciones con su música, su fraseo y su forma de interpretar las canciones. Conquistó Europa, Japón y, hasta en el Las Vegas, estuvo con Frank Sinatra… Su casa tiene una placa recordatoria, hay estatuas con su imagen, murales, pasajes, tribunas y hasta una avenida con su nombre… Pero si algo faltaba, este jueves 9 de noviembre, se estrena la película sobre su vida, dirigida por Marcelo Goyeneche, sobrino del cantante.
Cuando dejó este plano tenía 68 años, dos hijos y una nieta; a quienes les dejó el orgullo de que sus tangos sean cada vez más escuchados y sus discos en Spotify son cada vez más escuchados. Dejó grabados más de 100 discos, con tres mil temas, sin repetir ni uno. Empezó a cantar en los 50 y creo un estilo propio, inconfundible e insuperable. El secreto de su forma de cantar, su fraseo y obsesión por la puntuación en cada tema que interpretaba, se lo debía a su título de profesor gramática, así lo confesó su hijo, agregando que por el respeto que le tenía a las letras de las canciones y sus autores, solo grabó un tema propio.
Lo acompañaron las orquestas más importantes como la de Pontier, Baffa-Berlingieri, Pugliese, Piazzolla y la Filarmónica del Teatro Colón. Interpretó versiones clásicas de Piazzolla, Ferrer y Gardel como Naranjo en flor, Balada para un loco y Volvió una noche, entre otras. Se destacan sus versiones de Malena, Afiches, La última curda, Cafetín de Buenos Aires, Che bandoneón y El último café. Participó en los films: El exilio de Gardel (1986) y Sur (1988) de Pino Solanas. Obtuvo premios, entre ellos: Martín Fierro y Estrella de Mar. Ciudadano Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires.
El Polaco nació el 26 de enero de 1926 en un modesto hogar del barrio de Saavedra, en la casa y ayudado por una partera. Su mamá lavaba ropa, una tía planchaba y otra hacía la entrega. Su padre murió cuando Roberto aún estaba en la escuela primaria y no dudó en salir a trabajar para ayudar a la familia. Su tío Amadeo trabajaba en una fábrica de fideos y todos los días traía un kilo que le regalaban. Con eso y un poquito que aportaban cada uno se la arreglaban. Tenía doce años cuando empezó a trabajar en un estudio jurídico, donde ya lo hacían cantar y le veían futuro. Cuando podía compraba la revista El alma que canta, que publicaba las letras de las canciones que cantaban Gardel, Magaldi y otros. A los quince se presentó en un concurso de voces nuevas en el Club Social y Deportivo Federal Argentino, en el que resultó ganador. El premio era un contrato para cantar en la orquesta que dirigía el violinista Raúl Kaplún. La alegría que causó la noticia en la familia se desvaneció cuando el adolescente Roberto contó que debía trabajar de noche y en un cabaret. “Convencí a mi vieja para que me autorizara. Al cabaret los menores no podían entrar pero, como único sostén de madre viuda, me lo permitieron. Eso sí: yo cantaba, pero apenas terminaba me encerraban en una salita con un sandwich y una gaseosa. Cuando la orquesta terminaba, Kaplún me acompañaba hasta la parada del tranvía 35 que iba del Correo Central hasta Villa Urquiza y mi vieja me esperaba en la parada” contó el propio Goyeneche en alguna oportunidad.
Poco a poco se fue metiendo en el circuito tanguero. Rondando los veinte años, empezaba a cantar a las dos de la tarde en el café Marzotto, luego en el Sans Souci, después en radio Belgrano y luego, casi a la medianoche, en un cabaret que se llamaba Ocean. No pasó demasiado tiempo para darse cuenta que dicha rutina era insostenible, sobre todo por el sufrimiento de su madre y cuando su mamá murió, prometió no volver a cantar.
Comenzó a trabajar como conductor de un colectivo de la línea 19, se casó, y en 1949 nació el primero de sus dos hijos, al que llamó Roberto Emilio, como un tío suyo, destacado músico que había fallecido poco antes de que él naciera. En las madrugadas, cuando viajaban en su coche unos pocos pasajeros y con la intención de amenizar los viajes, solía cantar. En una de esas madrugadas lo escuchó Juan José Otero, representante de Horacio Salgán, y le ofreció hacer una prueba. Su fervor por el tango pudo más que aquella promesa: volvió a cantar. “En esa época no se ganaba mucho, porque Salgán actuaba poco. Lo suyo no alcanzaba: había que laburar en otra cosa.” Pese a formar parte de una de las orquestas más prestigiosas de Buenos Aires, Goyeneche no abandonó el colectivo y luego manejo un taxi.
Por esa época, casi de casualidad, conoció a Aníbal Troilo. Con el tiempo, se establecería, entre ambos, una relación entrañable de hermandad.
En junio de 1960, y con el consentimiento de Troilo, El Polaco grabó como solista su primer simple. Fue en los estudios uruguayos Sondor, acompañado por el pianista Osvaldo Berlinghieri y el bandoneonista Alberto García, también integrantes de la orquesta de Pichuco. Tres años después de grabar su primer disco, y en forma imprevista, se separó de Troilo. Así recordaba el momento: “Un día vino El Gordo y me dijo: ‘Bueno, pibe: llegó la hora de que deje la orquesta’. Yo no entendía nada: ‘¿Qué pasa, gordo, andan mal las cosas?’, le pregunté. ‘No, lo que pasa es que usted está llamado a ganar mucha guita y yo no se la puedo pagar’. Nos despedimos y lloramos como locos: ‘No se preocupe –me susurró–, va a llegar el día en que nos volvamos a cruzar y ya no va a ser Goyeneche con la orquesta de Troilo, sino Troilo acompañando a Goyeneche...’”.
Dolorido por la separación de su amigo y maestro, el cantor tuvo una primera reacción dictada por la emotividad: decidió volver a alejarse del circuito tanguero. La situación se revirtió en 1965 con la apertura de Caño 14. En 1968, El Polaco se incorporó al elenco estable del lugar que, a la postre, iba a ser fundamental para su proyección como figura solista. Entre sus colegas se destacó por no haber sido conservador, por estar abierto a nuevas tendencias. Desoyendo la opinión de muchos críticos, se quiso sacar el gusto e interpretar “Balada para un loco”, de Piazzolla y Ferrer. La grabó en un disco simple y fue un éxito sin precedentes: vendió, en pocos días, setenta y cinco mil placas.
Con el tiempo llegó el reconocimiento internacional. La presentación del espectáculo Tango Argentino llamó la atención en Europa de manera inmediata. Se presentó en 1985 en el teatro Châtelet de París, y sus integrantes iniciales fueron Goyeneche, Horacio Salgán, el Sexteto Mayor, Jovita Luna, Elba Berón y seis parejas de bailarines. La aceptación fue tan importante que pronto debieron emprender una gira por otras ciudades de Francia e Italia. El éxito los llevó a Estados Unidos y Canadá. Según dice el libro El Polaco (Ed. Atuel), en una de las noches que se presentó en el City Center de Nueva York, Goyeneche estaba cantando su primera pieza y el micrófono inalámbrico dejó de funcionar. El público aplaudió. El cantor hizo una seña a los músicos, la orquesta empezó a tocar a menos volumen y la voz del Polaco, sin amplificación, llegó a toda la sala. Terminó “La última curda”, y la ovación duró una eternidad.
Después de ese viaje no volvió a alejarse de Buenos Aires. Extrañaba mucho y los reconocimientos y compromisos en el país eran muchísimos. En 1994 cuando falleció tenía todas las fechas vendidas hasta el año 2000.
El sábado 27 de agosto de 1994, estaba feo el tiempo, hasta el cielo lloró. La noticia de la muerte de Roberto Goyeneche originó una emocionante reacción colectiva de una ciudad que se quedaba sin uno de sus grandes, incluso mucho más allá del tango. El Polaco se había convertido en algo más que un gran cantor: con la voz, con el gesto y con los silencios, resultaba desde años antes un transmisor de emociones, un fabricador de climas. Parado en la historia era, además, uno de los pocos cantores populares que habían logrado escapar a la poderosa influencia gardeliana y convertirse en pueblo, dejando instalada su música en nuestros corazones.
En modo de pequeño homenaje, la vida del Polaco, en la voz de quien más lo conoció: su hijo, su compinche, su representante…